Excomulgado fue por defender
el hígado de Dios.
Roque Dalton
H
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ace unos días estábamos hablando con Emmanuel acerca de las cosas más
insólitas que nos habían pasado en la vida –insólito en el sentido de inusual,
anormal-, y eso me obligó a pensar en todas las cosas insólitas que a mí me habían pasado. Y tengo que
reconocer que, en realidad, me pasaron montones de cosas increíbles, que serán
el tema de otras conversaciones, pero, en tren de elegir, elegí esta anécdota
para contarles esta noche a ustedes que, no sólo es una historia real, sino que
también el protagonista es una persona que vos, Cristina, conociste... ¿Te
acordás del negro Raúl, RAOUL se escribía, Raúl Méndez, un delegado de
aspirantes, un pibe flaco, negro, alto, de rulitos, que le decíamos el Watu –el
watusi–? ¿No te acordás de él? Bueno, francamente, esperaba que no te
acordaras, el hecho de que no te acuerdes es normal y, diría, inevitable. Pero
sin embargo, me consta que por lo menos una vez vos, como catequista,
mantuviste una discusión teológica con él de la que fui testigo.
Fue en los años
setenta, vos y yo tendríamos unos quince años. Era la época en que íbamos a
charlar con los pibes de catequesis, para engancharlos para Acción Católica, y
a uno de los grupos fui yo con el Watu. Les habló de la Eucaristía, él tenía
unas teorías muy... personales al respecto. El creía que cuando comulgamos, al
asimilar nuestro organismo la hostia, algunas partículas del Cuerpo de Cristo
pasaban a formar parte de nuestro cuerpo, entonces Cristo resucitaba en
nosotros. Y así como el conjunto de los bautizados conforma el cuerpo de la
Iglesia, el conjunto de los comulgantes,
al asimilar la Eucaristía, forma el Cuerpo de Cristo resucitado y vivo en el
mundo. Bueno, algunos pensaban que esto, sin ser herejía, era excesivo, o por
lo menos que era excesivo contárselo a los chicos que iban a tomar la Comunión.
La historia
comienza unos meses antes. Los Jóvenes de Acción Católica nos reuníamos una vez
por semana, y en esa época las reuniones eran los sábados a las siete de la
tarde, lo que era muy conveniente porque después de la reunión nos íbamos a la
joda. Ese sábado en particular yo llegué un poco más tarde a la reunión, y me
encontré a todos los pibes en la plaza charlando con unos evangelistas que
estaban haciendo cosas de evangelistas, o sea convenciendo gente, repartiendo
papelitos, esas cosas. Bueno, estos pibes estaban muy amigotes con los
evangelistas diciendo que todos creemos y trabajamos para el mismo Dios, que
nos complementamos, qué se yo.
Cuando fuimos a
la reunión, yo “Delegado” les hablé bastante duro. Les dije “podemos creer o no
creer en cualquier religión, no estamos obligados a creer en nada, pero si
somos católicos, y además somos de Acción Católica, es como que estamos
obligados a creer en lo que dice la Iglesia. Y si creemos lo que dice el
Evangelio, que Jesús le dijo a Pedro «sobre esta piedra edificaré mi Iglesia»,
y que «todo lo que ates en la Tierra lo ataré yo también en el Cielo», y que
«los que crean en Mí se salvarán», entonces no da lo mismo decirle a alguien
que crea en esta o en aquélla religión, porque por ahí lo estás condenando”.
Yo estaba
diciendo estas solemnes verdades,
cuando de pronto fui interrumpido por una carcajada sonora e insolente, una
carcajada llena de dientes blancos. Era el Watu.
Yo no sé si se lo
robaron a los evangelistas, si lo engancharon en la plaza ese día, o si alguien
lo invitó o qué, pero esa era la primera reunión a la que venía el Watu, y en
su primera intervención de su vida en Acción Católica me interrumpió con esa
carcajada tremenda diciéndome “¿cómo podés estar tan seguro de lo que decís?”.
“Porque lo dice la Biblia”, dije yo. “Todos sabemos lo que dice la Biblia, pero
¿alguien sabe lo que quiere decir?”
“Querer entender
la Mente de Dios con un cerebro humano es como querer guardar el mar en una
botella” me dijo. “Algo de agua vas a guardar, pero la mayor parte, la infinita
mayoría la vas a perder, se va a derramar. Cuando te vayas a tu casa con tu
botellita, vas a poder darte una idea de lo que es el agua de mar, pero las
olas, la espuma, las gaviotas, la arena, el sol, el viento, no vas a tener
forma de imaginártelo, y eso es el
mar”.
La conversación
siguió después –si, me cagó– sobre el tema de la vida eterna. Y digo después de
la reunión, porque ese día después de la reunión nos juntábamos en la casa de
José porque teníamos un ensayo, y nos enteramos que el Watu era saxofonista y
lo llevamos por si se copaba y tocaba con nosotros algún día.
Después del
ensayo seguimos hablando del tema de la vida eterna. En esa época había salido
el libro de Raymond Moody, Vida después de la Vida, y estábamos todos bastante
entusiasmados con lo que se decía ahí porque era como la confirmación
“científica” de lo que nosotros creíamos por la fe.
Ese día dijimos,
y yo lo sigo pensando, que los que cuentan las historias en el libro –y todos
los que cuentan las mismas historias desde entonces, Víctor Sueiro incluído– no
llegaron a morirse realmente, porque estaban vivos para contarlo, porque no
llegaron al punto de no retorno, no cruzaron el portal, no atravesaron los confines de la muerte, “esa ignorada
región cuyos confines no ha vuelto a atravesar viajero alguno”, como dice
Shakespeare. Es decir, que los testimonios que tenemos cuentan lo que pasa en
los primeros pasos del morirse, pero, atrás del portal, ¿qué hay? Eso que
llamamos Vida Eterna, ¿cómo es?
Ninguno de
nosotros, por supuesto, estaba en condiciones de creer que el premio por la
santidad sería un puesto vitalicio en un coro, o tocar cierto instrumento de
cuerdas montado sobre una nube. Esa idea del Paraíso no era creíble para
nosotros.
Finalmente, y de
forma muy intuitiva, llegamos a la conclusión que la Vida Eterna sería la
unidad total con Dios, una especie de desprendimiento absoluto del yo, para
pasar a formar parte de una totalidad absoluta con ese infinito que es Dios,
del cual provenimos y hacia el que vamos, dicho esto, repito, de una forma muy
intuitiva.
Y esa fue la
conclusión a la que llegamos esa noche.
Pasó el tiempo, y
seguramente pasaron otras cosas que no fueron relevantes o que no recuerdo.
Pero un día hicimos un ensayo abierto –a veces hacíamos un ensayo nosotros
solos y zapábamos o poníamos a punto algún tema, y otras veces invitábamos a
todo el mundo y hacíamos un “ensayo abierto”, que era tipo una joda pero
nosotros tocábamos también-, y lo hicimos en la casa de Walter porque el Wato
venía con el xilofón, que es un instrumento grandote y pesado –ya les dije que
el Wato era xilofonista-, y la casa de Walter le quedaba más cerca. Yo nunca
supe exactamente dónde vivía el Wato, sé que los padres tenían una tintorería
cerca de Brian, pero no sé si esa era o no la casa.
Bueno, cuando
terminó la joda, la mayoría se fueron, seguimos hablando del tema recurrente –y
para el Wato, diría, medio obsesivo– de la vida después de la vida.
El Wato decía que
le parecía razonable que las almas que alcancen la perfección de la santidad se
unan con Dios, pero esto sugería la idea de un Dios incompleto y creciente,
siempre agregándosele nuevas almas, y esto no era lógico. Entonces pensó que
algunas partículas de Dios caerían a este mundo como maná para encarnar en los
cuerpos de los chicos por nacer. “Esto”, dijo, “da una nueva perspectiva a la
idea de reencarnación”.
El Wato, cuando
decía esto, estaba sentado en el suelo en la posición del loto. El era de
ascendencia japonesa, los padres eran japoneses, y, con esos ojos rasgados, con
el pelo casi rapado, y, era un tipo más bien gordito, ¡parecía un Buda
hablando! Con esta asociación, y encima hablando de reencarnación, le dije “¿Y
qué pasa con las almas que no alcanzan la santidad? Si pensás que vuelven a la
Tierra a reencarnar para vivir una nueva vida de purificación y aprendizaje,
hasta que puedan alcanzar la perfección, esta idea los budistas la llaman
samsara, y la perfección de la santidad se llama nirvana. De todos modos me
parece lógico que el crecimiento demográfico, y el déficit causado por las
almas que alcanzan el nirvana, hagan necesario que un número creciente de almas
nuevas se incorpore a los chicos por nacer, y que estas almas sean cómo células
de Dios que caen a la Tierra como maná”
Y esta fue la
conclusión a la que llegamos ese día.
Pasó el tiempo,
en el medio pasó el episodio ese de los chicos de catequesis que ya les conté y
no voy a repetir, y llegó la época de la peregrinación a pie a Luján.
Algunos de
nosotros teníamos la experiencia de ir caminando a Luján, la mayoría no, y
decidimos finalmente ir y hacerlo como actividad del grupo de la parroquia.
Salimos, fuimos
caminando desde la parroquia hasta Haedo, y ahí nos juntamos con la columna
principal que peregrinaba a Luján.
El episodio que
les voy a contar ocurrió en el trayecto que va desde Rodríguez hasta Luján.
Pese a ser un tramo bastante largo –casi la mitad del viaje– se hace por una
ruta sin ninguna iluminación ni ninguna población, es campo de los dos lados,
por lo menos así era en esa época, no sé como será ahora, y generalmente es un
tramo que se hace de noche. Si te toca
una noche cerrada como nos tocó a nosotros, lo único que se ve es el resplandor
de la ciudad en el fondo, y las luces de los cigarrillos en la ruta, toda una
experiencia la de peregrinar a oscuras. A pesar de las incomodidades que les
dije, el tramo es lo suficientemente largo como para que tengas que hacer una o
dos paradas para descansar, sobre todo porque ya venís muy jugado y ya estás
por llegar.
Ya habíamos hecho
más de la mitad de este tramo, y queríamos parar a descansar, pero no
encontrábamos ningún punto de referencia para parar. En esas condiciones
necesitás un punto de referencia para avisarle a los demás, pegás unos gritos
“¡Parroquia Stella Maris! ¡Paramos ahí!” porque si no se pierden todos.
Por ahí apareció
a unos cincuenta metros de la ruta, a la derecha del camino, un olivo
solitario, y aprovechamos ese árbol, aunque era medio lejos.
Caminamos los
cincuenta metros y nos tiramos en el pasto con las patas abiertas para que se
reconstituya la circulación de la sangre, todos menos el Wato que se quedó
parado con la espalda apoyada contra el árbol y fumando un cigarrillo.
Desde donde
estaba yo podía ver la silueta del Wato recortada sobre el resplandor del
fondo. El tenía el pelo largo, lacio, y una barbita nazarena, y como yo lo veía
de perfil, la nariz, un perfil incuestionablemente semita. Parecía como
Jesucristo fumando, y a mí me pareció adecuado que un judío converso como él se
pareciera a Jesucristo.
Decía: “Estuve
pensando en lo que hablamos la vez pasada. Y me parece lógico que las almas
pasen una o muchas vidas en el samsara hasta alcanzar la perfección, y después
pasen a formar parte de la unidad de Dios. También me parece razonable que el
crecimiento demográfico y la merma por las almas que alcanzan el nirvana hagan
necesario que un número creciente de almas nuevas que son como células de Dios,
bajen al mundo para encarnar en los chicos por nacer. Todo esto es lógico y
razonable, pero hay una contradicción. Si las almas nuevas están recién bajadas
de Dios, si acaban de desprenderse de El, ¿por qué necesitan purificarse en el
samsara? ¿no es esperable que las almas recién venidas de Dios sean ya
perfectas? Entonces pensé que las almas nuevas no son cualquier célula de Dios,
sino ciertas células, más precisamente células enfermas. Y que Dios creó el
Universo porque estaba enfermo, y necesitaba curarse, y este Universo no es más
que un lugar donde se filtren las células enfermas, se curen, y puedan volver
ya purificadas a formar parte de El. Y como el número de almas que bajan es
siempre creciente, aumenta en lugar de disminuir, creo que Dios no se está
curando, por el contrario, está cada vez peor y pronto se va a morir...”
“¿Vos decís que
el Universo es como un hígado artificial?”, le dije.
“Si, claro, como
un hígado, pero tal vez no artificial. Tal vez lo que dije está mal, y el
Universo es el hígado de Dios, y nosotros somos sus células sanguíneas. Tal vez
después de filtrarse en una o varias vidas, ya limpias, volvemos al torrente
sanguíneo de Dios para recorrerlo y limpiar sus impurezas. Tal vez después de
esta vida venga otra, en otro universo, pero al revés, un samsara que
comenzamos perfectos y en el que nos vamos corrompiendo poco a poco, mientras
absorbemos las inmundicias de Dios, hasta llegar a un grado de vileza tal que
haga necesario que regresemos a este universo para purificarnos otra vez y
volver a empezar. Me imagino que Dios es un chico en crecimiento, tal vez en
gestación, ¡por eso el universo se expande!, y por eso también el número de
células sanguíneas es cada vez mayor.
“¡Quién quiere
ser el personal de limpieza de Dios! No yo. Al final, Dios es un individuo,
rodeado seguramente por una multitud de individuos como El, un ser como
nosotros, sólo que más evolucionado, tan evolucionado respecto de los humanos
como los humanos respecto de una bacteria”
“–Más bien tan
evolucionado respecto de los humanos como los humanos respecto de una molécula
inorgánica” –dijo una voz atrás mío.
Me volví para ver
quién decía esto, y vi un grupo de unos doce o quince pibes de nuestra edad o
un poco más grandes que se había juntado atrás nuestro para escuchar al Gato.
Pude verlos
distintamente, a pesar de estar tan oscuro, y me llamó la atención que todos
estuvieran vestidos de blanco, y además no estaban sentados como cualquier
peregrino que se tira a descansar, sino en cuclillas y con las rodillas juntas,
una posición muy forzada.
Como obedeciendo
a una orden silenciosa, todos se levantaron a la vez, rodearon el grupo y se
acercaron al Gato. Lo tomaron de los codos y se lo llevaron sin que opusiera la
menor resistencia. Fue la última vez que lo vi, nunca más volví a saber nada de
él.
Miré a mi
alrededor. Mis compañeros dormían profundamente, y yo también me sentía como en
una especie de ensueño. De pronto alguien se levantó, dijo “¡Vamos, che, a
levantarse que hay que seguir!”, nos levantamos todos, caminamos hasta la ruta,
seguimos peregrinando a Luján. Al cabo de dos horas o un poco más entrábamos a
la Basílica.
Pero nadie se
percató que faltaba uno en el grupo, nadie preguntó qué había pasado con el
Gato, nadie notó nada anormal. Y, de hecho, desde esa noche, nadie que lo haya
conocido conservó en su memoria el más mínimo recuerdo de la existencia de ese
judío que se había hecho cristiano, Raúl Meyer, el Gato.
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Yo creo que esa
noche el Gato vislumbró una verdad peligrosa y prohibida, una verdad cuya
difusión pondría en peligro la existencia misma del universo. Porque de ser
verdad lo que el Gato decía, y yo a veces creo que es así, ¿quién querría ser
una célula sanguínea de Dios? ¿Quién querría alcanzar la santidad, esa lejana
meta cuyo camino es tan difícil y tan duro, para renacer y corromperse otra vez
en otra vida, y así eternamente? “¿Quién querría llevar tan dura carga, gemir y
fatigarse bajo el peso de una vida afanosa?”, por citar otra vez a Shakespeare.
Si mi destino es corromperme, me corrompo ahora que es mas fácil y divertido,
creo que dijo el Gato esa misma noche. ¿Y qué pasa con un cuerpo que no pueda
filtrar su sangre? Inexorablemente muere, y si muere un cuerpo mueren sus
órganos.
Pero todo
organismo tiene sus propios anticuerpos, y eso es lo que creo que eran esos
pibes de blanco que lo vinieron a buscar. Por eso se lo llevaron, y por eso
además borraron de la memoria de todos los que lo conocieron el más mínimo
recuerdo de él.
Desde la noche de
su desaparición, muchas veces escuché que alguien decía una frase del Gato,
pero decía que la había dicho alguien más, y todos le creían.
Yo mismo, más de
una vez, hice referencia a él, diciendo ¿se acuerdan de aquél pibe que era
judío y se convirtió al cristianismo, Raúl Meyer, y me decían, y me aseguraban
que yo había dicho “el pibe uruguayo”, o “el turquito”, o “el cordobés”, y el
recuerdo se les confundía en la cabeza en el curso de una misma conversación.
Finalmente, me di
por vencido y no lo nombré más.
Ahora, la
pregunta es: ¿por qué yo lo recuerdo?
¿por qué no lo pudieron borrar de mi
memoria? Porque yo tengo un recuerdo muy vívido de él, tocando la trompeta, que
era el único instrumento que sabía tocar, en la misa.
En los veintipico
de años que pasaron desde la noche de su desaparición, he tenido tiempo de
edificar una respuesta a esa pregunta.
Me parece que el
peligro no está en conocer la verdad, sino en difundirla. Y, conociéndolo como
lo conocía, estoy seguro que el Gato estaba esperando la primera oportunidad
posible para contar lo que acababa de descubrir.
En cambio, yo
nunca le referí a nadie ni una sola de estas verdades o estas teorías que el Gato
descubrió y me trasmitió esa noche. Nunca le dije nada a nadie.
¡Nunca! Ni una
sola palabra.
Hasta esta noche...
2 comentarios:
Me sentí identificada con el origen japonés, la nariz judia y los instrumentos... Y pueda que, también, con esas verdades...
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